Desde que empecé a garabatear algunas
ideas para escribir “algo sobre la danza”, una premisa se iba imponiendo con
fuerza: debo dejar explicitado desde qué lugar escribo. No soy bailarina, pero
bailo, no enseño danza, pero soy docente, la danza no es ni será mi profesión,
pero forma parte de mi vida cotidiana con un intenso nivel de compromiso. Soy
una persona acostumbrada al trabajo intelectual, a jugar con las categorías del
pensamiento, a poner en palabras la experiencia, a usar la palabra como medio de
expresión y de trabajo. Pero ahora me toca escribir sobre el cuerpo, pero no de
forma abstracta, sino sobre lo que hago con mi cuerpo. Y es precisamente por
ello que decidí que esto solo puedo escribirlo, sinceramente, en primera
persona del singular.
Empecemos por lo que, tal vez, es lo
más evidente. El cuerpo, como la palabra, nos sirve para expresarnos. En ambos
tenemos reglas, convenciones, estilos, géneros, y en ambos podemos romper esas
reglas y convenciones para inventar nuevas formas del lenguaje. Pero lo más
interesante de estos paralelismos es que, al igual que la palabra, el cuerpo
nos sirve para pensar. Hay una forma de pensar con el cuerpo que no puede
hacerse con la palabra, no se trata de su opuesto, sino de una diferencia insalvable,
que permite desafiar los límites del pensamiento. Esta cualidad de la danza es
una cualidad que tienen todas las artes, porque el arte en sí mismo es una
forma de pensar. Sin embargo, la danza tiene ese plus que le otorga esa
combinación que la hace tan única: como en el teatro, ponemos el cuerpo sobre
un escenario, desafiándolo físicamente hasta límites inimaginables; como el
cine producimos imágenes en movimiento, pero irreproducibles de forma idéntica
a sí mismas; y cuando aparece la música no podemos quedarnos quietos.
La danza comunica con el movimiento
del cuerpo. Pero esta sentencia, en realidad, vale también para la comunicación
en general. Es decir, la danza tiene la potencialidad para incorporar la
conciencia del cuerpo en nuestra comunicación cotidiana y, de esa manera,
habilita una concepción más holista del ser humano, en la que, aunque nos
concibamos como seres dotados de palabra la decir de los antiguos, se hace
evidente que no hay palabra sin cuerpo, y que el cuerpo tiene su propio
lenguaje.
Todo lo dicho hasta aquí, aunque lo
sostengo, suena a un rodeo, porque, traicionándome, se trata de afirmaciones
abstractas sobre el cuerpo que podrían ser sobre cualquier cuerpo, y al hablar
sobre todos se evita hablar sobre uno. Como dije antes, no soy bailarina, la
danza no es ni será mi profesión y, sin embargo, bailo. Esto significa que
clase tras clase, año tras año, yo lucho con mi cuerpo, en pequeñas y largas
batallas con diversos resultados, nunca definitivos. Quienes practiquen danza
entenderán de qué estoy hablando: músculos que no son lo suficientemente
fuertes, elongaciones insuficientes, una rotación que nunca llega, una pierna
que no sube, que no se sostiene, la mente manda señales que el cuerpo no
cumple, no se da por enterado, se rebela, se hace el sordo. Entiendo que con
diferentes grados esto les puede pasar incluso a los bailarines profesionales,
porque los horizontes parecen infinitos. Y eso es simplemente fascinante, ¿cómo
algo tan finito como el cuerpo es potencialmente infinito? Los horizontes de la
destreza física me resultan inalcanzables, conozco algunos de los límites que
mi propia anatomía me ha impuesto. La frustración ante las batallas encaradas
innumerablemente me es familiar. Y sin embargo, nada de todo eso hace o hará
que deje de bailar. La danza se convierte dentro de mi mundo personal en ese
espacio donde los objetivos de mejoramiento y de excelencia se construyen en
relación a mí misma (a mi cuerpo, a mi rotación, a mi elongación), pero sin que
esa sucesión de “mi” y de “yo” impliquen un egocentrismo cegador.
Porque la danza, y esta es la última
de las ideas que quiero exponer aquí, nos permite explorar una forma de
encuentro y de comunicación a través de y con los cuerpos más allá de lo
sexuado, aunque nunca abandonando dicha condición. Las conexiones que se
generan entre quienes bailan juntos tienen el poder de los cuerpos que se
potencian mutuamente. El goce que produce en el observador el movimiento
articulado de múltiples cuerpos es apenas una parte del goce que ese conjunto
de cuerpos siente cuando se mueven juntos. Probablemente haya otras
experiencias capaces de producir sentimientos parecidos, pero no creo que sean
demasiadas, y que la danza sea una de ellas, la coloca en un lugar destacado.
Por todo esto no puedo imaginar mi
vida sin bailar, porque no poder decir con el cuerpo sería como censurar una
parte de mi pensamiento.
Nuria Yabkowski
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Dejanos tus opiniones, nos encanta leerte!