lunes, 25 de julio de 2016

Pensar con el cuerpo

Desde que empecé a garabatear algunas ideas para escribir “algo sobre la danza”, una premisa se iba imponiendo con fuerza: debo dejar explicitado desde qué lugar escribo. No soy bailarina, pero bailo, no enseño danza, pero soy docente, la danza no es ni será mi profesión, pero forma parte de mi vida cotidiana con un intenso nivel de compromiso. Soy una persona acostumbrada al trabajo intelectual, a jugar con las categorías del pensamiento, a poner en palabras la experiencia, a usar la palabra como medio de expresión y de trabajo. Pero ahora me toca escribir sobre el cuerpo, pero no de forma abstracta, sino sobre lo que hago con mi cuerpo. Y es precisamente por ello que decidí que esto solo puedo escribirlo, sinceramente, en primera persona del singular.


Empecemos por lo que, tal vez, es lo más evidente. El cuerpo, como la palabra, nos sirve para expresarnos. En ambos tenemos reglas, convenciones, estilos, géneros, y en ambos podemos romper esas reglas y convenciones para inventar nuevas formas del lenguaje. Pero lo más interesante de estos paralelismos es que, al igual que la palabra, el cuerpo nos sirve para pensar. Hay una forma de pensar con el cuerpo que no puede hacerse con la palabra, no se trata de su opuesto, sino de una diferencia insalvable, que permite desafiar los límites del pensamiento. Esta cualidad de la danza es una cualidad que tienen todas las artes, porque el arte en sí mismo es una forma de pensar. Sin embargo, la danza tiene ese plus que le otorga esa combinación que la hace tan única: como en el teatro, ponemos el cuerpo sobre un escenario, desafiándolo físicamente hasta límites inimaginables; como el cine producimos imágenes en movimiento, pero irreproducibles de forma idéntica a sí mismas; y cuando aparece la música no podemos quedarnos quietos.

La danza comunica con el movimiento del cuerpo. Pero esta sentencia, en realidad, vale también para la comunicación en general. Es decir, la danza tiene la potencialidad para incorporar la conciencia del cuerpo en nuestra comunicación cotidiana y, de esa manera, habilita una concepción más holista del ser humano, en la que, aunque nos concibamos como seres dotados de palabra la decir de los antiguos, se hace evidente que no hay palabra sin cuerpo, y que el cuerpo tiene su propio lenguaje.

Todo lo dicho hasta aquí, aunque lo sostengo, suena a un rodeo, porque, traicionándome, se trata de afirmaciones abstractas sobre el cuerpo que podrían ser sobre cualquier cuerpo, y al hablar sobre todos se evita hablar sobre uno. Como dije antes, no soy bailarina, la danza no es ni será mi profesión y, sin embargo, bailo. Esto significa que clase tras clase, año tras año, yo lucho con mi cuerpo, en pequeñas y largas batallas con diversos resultados, nunca definitivos. Quienes practiquen danza entenderán de qué estoy hablando: músculos que no son lo suficientemente fuertes, elongaciones insuficientes, una rotación que nunca llega, una pierna que no sube, que no se sostiene, la mente manda señales que el cuerpo no cumple, no se da por enterado, se rebela, se hace el sordo. Entiendo que con diferentes grados esto les puede pasar incluso a los bailarines profesionales, porque los horizontes parecen infinitos. Y eso es simplemente fascinante, ¿cómo algo tan finito como el cuerpo es potencialmente infinito? Los horizontes de la destreza física me resultan inalcanzables, conozco algunos de los límites que mi propia anatomía me ha impuesto. La frustración ante las batallas encaradas innumerablemente me es familiar. Y sin embargo, nada de todo eso hace o hará que deje de bailar. La danza se convierte dentro de mi mundo personal en ese espacio donde los objetivos de mejoramiento y de excelencia se construyen en relación a mí misma (a mi cuerpo, a mi rotación, a mi elongación), pero sin que esa sucesión de “mi” y de “yo” impliquen un egocentrismo cegador.



Porque la danza, y esta es la última de las ideas que quiero exponer aquí, nos permite explorar una forma de encuentro y de comunicación a través de y con los cuerpos más allá de lo sexuado, aunque nunca abandonando dicha condición. Las conexiones que se generan entre quienes bailan juntos tienen el poder de los cuerpos que se potencian mutuamente. El goce que produce en el observador el movimiento articulado de múltiples cuerpos es apenas una parte del goce que ese conjunto de cuerpos siente cuando se mueven juntos. Probablemente haya otras experiencias capaces de producir sentimientos parecidos, pero no creo que sean demasiadas, y que la danza sea una de ellas, la coloca en un lugar destacado.


Por todo esto no puedo imaginar mi vida sin bailar, porque no poder decir con el cuerpo sería como censurar una parte de mi pensamiento. 


Nuria Yabkowski